Gavrilo Princip

Metamorfosis de una idea

Estaba hasta los cojones de oír el sermón, es más, quería estrangular a ese miserable ser del cual emanaba esa puñetera voz que le ponía de los nervios. Estaba cansado, como no lo había estado en su vida, cansado de oírle, de aguantarle, de la puta hipocresía que chorreaba a borbotones de esa excusa de ser viviente, no podía más, se levantó, y sin ni siquiera contestar a la pregunta de “¿A donde vas cobarde?” se largo, sin mirar, sin ningún gesto de desprecio, sin pegarle la patada en los dientes qué tanto se merecía, se marchó.
Atrás quedaba el imbécil que estaba amargándole las tardes, atrás quedaban los gritos que poco a poco se ahogaban como en una piscina sucia, llena de mierda. Su mirada, vacía de toda expresión dejaba entrever que si aguantaba una sola gilipollez más, un solo victimismo más por parte de cualquier persona, se podría convertir fácilmente en un asesino en serie. Por un momento fantaseo con esa idea y se imaginó pegándole una paliza al individuo que acababa de dejar atrás, a escasos veinte metros de su actual posición.
Sentía asco, pero a la vez pena. Sabía que si se iba y no volvía el ser repugnante se quedaría sin amigos y moriría solo en un charco de palabras de autocompasión y de kleenex usados en un burdo intento de darse placer mientras por la tele daban un programa de teletienda en el cual la presentadora llevase un escote increíble.
Mientras se alejaba de aquella especie de prisión empezó a fijarse por donde andaba, no le pareció recordar este lugar, es más, cuando giro la cabeza ladeandola un poco a la izquierda, se dio cuenta de que ni siquiera reconocía el barrio. La acera, se fijó, estaba en muy mal estado, no mucha gente usaba está carretera, pensó para sí mismo. Levantó la mirada de sus zapatillas y examinó un poco sus alrededores en búsqueda de una distracción a sus problemas. Se fijó en que a pesar de que no había caminado más de cien metros ahora parecía estar en un barrio marginal. Las pocas chabolas que poblaban el barrio estaban medio derruidas, debía hacer mucho tiempo que nadie habitaba esos lugares, estaban en mal estado incluso para ser chabolas. Los postes de electricidad estaban astillados, caídos por su propio peso. Un animal, posiblemente un gato, yacía muerto con las entrañas fuera y moscas rodeándolas en busca de algo de comida que aunque asqueroso, les aporta unos tristes segundos más de esa mísera vida.
“Joder...” pensó, “Lo peor es que me voy a acabar sintiendo mal por irme, le he dejado solo..”. Se paró en seco, y miro atrás, y ahí estaba la casa que había abandonado a su suerte. Con los ojos fijos en esa casa empezó a darse la vuelta, levantó un pie como para dar un paso dubitativo en retroceso hacia la casa. Pero en ese momento el claxon de un Audi amarillo le llamó la atención y se dio otra vez la vuelta para ver lo que había sido el primer sonido que había oído desde que salió de la casa. Y ahí estaba, o estuvo, en la distancia a lo largo de la calle, casi al final, le pareció ver un audi amarillo a toda hostia dirigiéndose hacia la otra punta del planeta.
Se le desvanecieron las ganas de volver a la casa, es más ni se acordaba de qué había visto la casa, la curiosidad por saber quien era la persona que conducía el Audi le pudo. Apretó el paso, tanto que casi no vio a la pareja de paseo que tenía enfrente, se disculpó cabizbajo y siguió. Sus pensamientos empezaron a estar más claros, se dio cuenta de que a lo lejos se oía un parque de atracciones que aun no podía ver, y el ruido de una autopista. Levantó la cabeza para ver si veía la autopista pero la tapaban unos rascacielos que hasta hace cinco minutos no estaban ahí, miro hacia atrás pero no pudo ver nada, el sol le cegaba, volvió la cabeza al frente y se adentró en un parque que jamás había visto.
En un claro a su izquierda, un grupo de jóvenes estaba tocando la guitarra, unos acordes que le parecieron que eran de la canción Little Wing de Jimi Hendrix pero que a la vez eran diferentes, las risas de unos niños jugando con unos patos en un estanque le invadieron por la derecha. Vio que uno de los patos estaba persiguiendo a un niño que llorando fue a refugiarse a las faldas de su madre que con una carcajada le levantó al aire y le dio un beso en la frente. Sonrió para sí, debía ser la primera vez en eones que sonreía porque le dolieron las mejillas, tanto que se llevó las manos a las cara con un gesto de dulce dolor, como el que se despereza por las mañanas.
Empezaba a sentirse mejor, es más, ya no caminaba con la cabeza agachada y las manos en los bolsillos, ahora miraba al frente con los brazos danzando a su lado como unas gráciles bailarinas, se sentía bien, pero había algo en su interior qué le estaba jodiendo un poco. Eran los resquicios de algo que no le dejaba caminar con la libertad con la que debería caminar. Se sentía curioso para saber qué era eso qué le estaba retrasando y recordó la casa.
Su expresión cambió y al instante se puso a granizar. Caía como nunca había visto antes, el estruendo del granizo le pareció similar a los tambores de guerra o a los mismísimo cañones de Navarone en un día agitado. El único que corría a refugiarse en el parque era el, los jóvenes seguían cantando con sonrisas que le dieron envidia, y los niños seguían jugando con los patos y dándoles de comer trozos de su merienda. El no lo entendió pero se preocupo por sí mismo y siguió corriendo hasta encontrar un refugio. No muy lejos a la izquierda del parque, ya en la carretera, avistó una parada de autobús y sin pensarlo se dirigió ahí aunque no llevase dinero para el bus por si pasaba.
Se cobijo y se sentó tembloroso de frío y dolor y se encogió sobre sí mismo para mantener el calor corporal. A pesar de que sabía qué era solamente granizo tenía miedo. Miedo del ruido ensordecedor, miedo de sentirse solo bajo solamente el cobijo de una antigua parada de bus, miedo de que no dejase de granizar jamás.
Cuando pensaba que era mejor no volver a asomar la cabeza, le pareció oír unos acordes que conocía bien, pero provenían de unos auriculares. Levantó la cabeza y vio por primera vez a una chica que a pesar de que no la había visto cuando él llegó, estaba seca, y sonreía de oreja a oreja absorta en la canción rock qué le pareció haber reconocido.
Se quedó mirando su absoluta belleza, sus ojos, puros y alegres como hacía años que no veía, parecían tener vida propia, parecían ser un ente aparte que vivían para explorar los recovecos del mundo y de las almas que se le presentasen. Su cuello libre de cualquier collar le pareció una pista de aterrizaje por donde podía pasear sus labios durante horas y no cansarse nunca. Su cuerpo no era de modelo anoréxica o de actriz operada, era un cuerpo de mujer, un cuerpo qué hubiese vuelto loco a cualquier con solo mirarlo, un cuerpo que el sentía que jamas tendría la oportunidad de tocar uno igual.
Ella se dio cuenta de que la estaba mirando, y le pareció tierno, incluso guapo si no fuese por la expresión asustada que tenía en la cara. Se quitó un auricular y el pudo oír cómo empezaba el solo final de Wake Me Up When September Ends. “Hola” le dijo ella sonriendo, él no pensó que ella le fuese a dirigir la palabra así que por unos segundos se quedó mirándola perplejo, y tras unos segundos de silencio respondió con un endeble y flojito “Hola”. Empezaron una conversación intrascendente cuando ella le preguntó qué qué bus iba a coger el. El hablaba sin pensarlo, seguía absorto en sus ojos, unos ojos que parecían sonreírle cada vez que ella hablaba. Le pareció que su alma debía ser el alma más preciosa que debía existir en cualquier universo. El granizo se convirtió en lluvia y el ruido cesó dejando un leve ruidillo como el de las palomitas en un microondas lejano. “No voy a coger ningún bus, yo en realidad voy andando, me he dejado el paraguas” dijo el ya más seguro de sí mismo, “¿Donde vas?” pregunto ella, y se dio cuenta de que no lo sabia. “No lo sé” respondió firme y sin pensarlo “de paseo supongo” ella se rió y le pregunto que si no le importaba que lo acompañase. En ese momento le dio igual su destino y le dijo que no sería ningún problema, “Cuando deje de llover claro” dijo ella. En ese momento el se dio cuenta de que la lluvia no era más que cuatro gotas en ese momento. “La humedad me puede” dijo ella, él asintió sin más nadando en esos preciosos ojos que incluso se merecían una canción. La conversación siguió sin ningún tema en concreto, hablando sobre los viajes que ella quería hacer y él respondiendo con breves frases y alguna opinión que ella no parecía tener en cuenta pero que guardaba para sí.
Dejó de llover, y empezaron a andar calle abajo, ella le pregunto qué de dónde era, y no supo responder al instante, le podría decir que venía de un lugar que había abandonado hace apenas unas horas o le podría contar una mentira muy bonita para qué no le tachase de amargado. Le contó que de donde venia, las palmeras eran enormes, los pájaros de mil colores y la gente era la más amable del mundo y que jamas te aburrías en ese sitio. Ella inmediatamente pensó que él era de Sao Paulo, “No tienes acento brasileño” dijo ella y él se rió mucho.
Conversaron lo que a él le parecieron ser milésimas de segundo pero que en realidad fue una tarde entera, el sol ya se estaba poniendo. Estaba tan absorto en sus palabras que no vio el coche patrulla dirigiéndose a la casa que había abandonado, un coche patrulla que se encontraría con el cadáver de ese ser inmundo con un tiro en la cabeza.
Ella se paró de repente y se le quedó mirando, y le dijo que ella había llegado a su destino. El, entristecido por su marcha, se despidió de ella con dos besos y un abrazo. No le dijo lo agradecido que estaba por haberle dado lo que seguramente era la mejor conversación que había tenido jamás, y vio como sacaba las llaves de su coche del bolso y con un sutil toque de dedo encendió las luces de un audi amarillo. Resoplo aire por la nariz en un amago de risa para sí mismo. Ella entró en el coche y se fue no muy lejos. Entonces él supo que jamás dejaría de perseguir ese audi amarillo.

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Published on e-Stories.org on 07/30/2013.

 
 

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