Rafael Trujillo Navas

La cota 45

La cota 45                                                     
Dedicado al Teniente (Rv) Jorge Ramírez.


   De noche, al entrar en su casa, se sumerge en la espesa oscuridad del pasillo y avanza tanteando las paredes. Con un pálpito de mujer enamorada llega al salón y presiona el interruptor de la luz con fuerza. Clava una mirada urgente sobre el aparador y allí encuentra de nuevo el reloj y la vieja foto. Como si alguien la observase, se ajusta con meticulosidad el reloj de hombre en su muñeca. Bajo la intensa luz de la lámpara, se cala las gafas y mira la foto muy atenta, como si algún detalle le hubiese pasado inadvertido. Tiene la viva sensación de estar acompañada y hasta puede notar el inconfundible calor de un cuerpo ya conocido.
    En esa foto ella tiene apenas veinte años. Está riendo junto a un hombre; un hombre de constitución más bien fuerte, de abundante pelo rubio. Ríen tumbados en la yerba, bajo las alas de un avión Mosca (Rata voladora para los alzados en armas). Fue tomada en pleno verano y llovía sin piedad aunque no se distingan con nitidez las hilachas de agua, ni los charcos sobre la pista de aterrizaje. Luis accionó la Leica incautada a un notario; la tomó cubriéndose la cabeza con un saco de cáñamo y resguardando la cámara bajo el techo de su mano. Ensayaron varias poses antes de que él apretase el disparador de la cámara. Sin embargo, nada puede oírse en esa fotografía, ni la conversación mantenida antes y después de escucharse el clic del disparador ni el alboroto de los tres al llegar al campo de aviación, ni el repiqueteo del agua sobre las alas y el fuselaje reconcho del Polikarpov. Dentro del rectángulo de cartulina sólo hay quietud y silencio. «Amalia, sólo faltan dos horas para estar juntos …» «Sí, Eduard, en la Pensión Oriente a las ocho», le parece escuchar la cita de hace tantos años, casi susurrada, trémula de deseo contenido, inaudible para Luis situado frente a ellos, el que los enfocó con la Leica, el que parece sostener todo el aguacero que cae sobre sus pacientes hombros, su marido muerto hace nada.
   Desliza la yema del dedo sobre la correa de cuero endurecida y agrietada. Había inventado una historia para su hija sobre el reloj parado a las seis en punto y sobre el extranjero de la foto: «Un buen amigo de aquellos tiempos. Un héroe da la 7ª Escuadrilla Republicana. Uña y carne con tu padre.» Luis le había repetido a su hija desde que era una niña y preguntaba, la misma crónica desleal y cobarde. Paradójicamente fue Luis, tan amigo de Eduard entonces, quien le dio a elegir entre los efectos personales de éste dispuestos sobre una camilla, bajo la lona color arena de la tienda de farmacia. Ella tomó el pesado reloj de esfera negra y agujas blancas en forma de hélice. La cartera con las fotos de la joven esposa de Eduard y la de su madre y la de sus hermanos, junto a sus libros de geografía en inglés, fueron remitidos por otros brigadistas a Memphis, hacia esa dirección de Barlett donde había vivido el hombre al que Amalia había amado hasta dolerle el alma.
   Se sonríe mientras devuelve el reloj al joyero y la fotografía al álbum. Reniega con la cabeza mientras piensa en su hija. Recuerda el brillo del espanto prendido en sus ojos marrones cuando le habló de lo que encuentra en el aparador cada noche desde la muerte de Luis. «Madre, nadie vuelve; eres tú quien pone la foto y el reloj allí, aunque no te acuerdes. La demencia borra las huellas de sus actos». Pero en el servicio de neurología nadie confirmó con seguridad ese diagnóstico intuido por su hija. La neuróloga de rasgos hindúes le aconsejó a Amalia que se fuese a vivir con su hija, que ni siquiera de noche estuviese en su casa sola. «Sola», se dijo Amalia para sus adentros, indignada.  Nunca se ha encontrado tan acompañada. Tampoco le preocupa disolverse en la demencia como teme su hija. Aunque llegase a no saber ponerle nombre a las caras ni a la cosas que la rodean, siempre tendrá la certeza de a quién ha amado y a quién ha odiado, o, a quien, a pesar de su voluntad, no ha podido querer más de lo justo.


   «Calla, madre; no quiero saber más de lo ocurrido entre tú y ese extranjero», le dijo Paula sin atreverse a mirarla, traduciendo su decepción en sus gestos cansados. Amalia la vio encender un cigarro tras otro sin intentar consolarla. La herida había sido muy honda y su dolor se sumaba al ocasionado por la reciente muerte de su padre. No era fácil sustituir la visión convencional sobre una madre por otra visión más sucia e imperfecta. Amalia sabía anticipadamente que su hija se sumiría en el desconcierto al conocer la remota relación entre ella y Eduard. Quizás, si se hubiese casado con Eduard en vez de con Luis su relación se hubiese transformado en una relación de convivencia sin más o incluso en desamor. Nunca lo sabrá y da gracias por no saberlo.
   Pero ahora las dos se han quedado mudas tras la confesión de Amalia, separadas por una atmósfera enrarecida, cargada de dudas y de resentimiento. El yerno y el único nieto soltero de Amalia se han marchado y su hija lo hará pronto. Amalia toma la mano de Paula y se la frota, como cuando era una niña y las manos se le helaban de frío. Se acerca al estudio y extrae de su bolso un sobre de color crema. Acaricia el pelo de su hija y se vuelve a sentar delante de ella. Le habla con una voz temblorosa pero al mismo tiempo decidida. «Eres la única que podrá hacerlo, Paula.» Ésta examina el mapa que su madre extiende torpemente sobre la mesa y dirige una mirada inexpresiva al círculo dibujado cerca de Amposta. Al lado del círculo figura con la letra de Amalia la leyenda de cota 45. « Algo  de Eduard quedará aún en esa ribera. Vuela mis cenizas en ese lugar, Paula. », le dijo mirándola con mansedumbre. Paula pliega el mapa y lo mete en el sobre. Limpia la mesa con brusquedad, provocando un ruido destemplado de tasas y platos bajo el chorro del grifo. «Tengo claustro esta tarde, madre; llego tarde otra vez», responde Paula con el sobre en la mano, dejando en el aire un vaho de rencor.
   Ese mismo día, con el reloj de aviador puesto, Amalia experimenta un satisfactorio sentimiento de coherencia, de haberle devuelto la lealtad debida a un hombre que viaja desde hace mucho tiempo hacia la completa disolución en la nada. Al amante cuya presencia la rodea en ese momento, desde la muerte de Luis. No baten las ventanas, ni oye sus pasos a lo largo del pasillo ni escucha una llamada del más allá, ni encuentra las cosas revueltas. Simplemente ve ese reloj y esa foto y nota una calidez parecida a cuando estaba tendida a l lado de Eduard, sobre las mantas de campaña del hangar sur o sobre las sábanas rasposas de la Pensión Oriente, exhausta de haberse sido amada con tanta furia y con tanta ternura. 
«Nunca estarás sola, Amalia», le había prometido Eduard. Su amante cabal; el brigadista que no compareció al clamoroso desfile de despedida de los combatientes  extranjeros, que el mismo día del desfile le llevó un ramo de rosas recogidas de las aceras, rosas lanzadas a la tropa desde los balcones. «Mi país eres tú Amalia…, sin ti seré un extranjero incluso en Barlett », le dijo dejando caer a plomo el petate sobre el suelo.
   Amalia ve cómo las sombras de la foto le devuelven las imágenes vívidas de las facciones algo cuadradas de Eduard, del dibujo de sus labios. Lo recuerda desnudo, dándole cuerda al reloj, llevándoselo al oído para seguir el incansable tictac. Le contó una vez que era como un buen acompañante; no sólo un laberinto de ruedas y piñones rodando con fría obediencia, y que muchas noches le venía el sueño escuchando su impasible palpitación mecánica. Con ese reloj lo vio hacer el último gesto que tantas veces ha resurgido en su mente.
   Recuerda hasta los detalles sin importancia de esa madrugada fatal.
   Apenas se veía por la carretera sembrada de baches. Amalia permaneció casi todo el trayecto con la cabeza apoyada en el hombro de Eduard. De vez en cuando lo miraba con intensidad, como si quisiera retener en su memoria cada línea de su cara, el mirar de sus ojos febriles siempre. Luis conducía la camioneta concentrado en la luz de los focos sobre la carretera. Fingía indiferencia, no percatarse de las palabras sofocadas de Amalia, del ardor de aquellos besos destinados a Eduard. Años más tarde supo Amalia cómo le dolieron a Luis aquellas caricias desesperadas, los gemidos de placer que traspasaban las paredes del cuarto de la Pensión Oriente. «Me envenenaban el oído y a solas te decía puta, Amalia», le confesó Luis cuando estaban casados.
   La hierba del campo de aviación estaba mojada la madrugada del día más negro. En la pista y en los hangares iban y venían hombres con voces nerviosas y miedo, miedo atroz transformado en risotadas histéricas, en violentas maldiciones dirigidas al enemigo. Mareaba el denso olor a combustible y a pólvora. Hacía frío, pero Amalia iba con el mono descotado, luchando a cada paso por reprimir inútilmente las lágrimas. La mano del piloto le abotonó el escote y se hundió en el pelo de Amalia, luego buscó su barbilla y la alzó un poco. Las lágrimas habían dejado huellas visibles en  el rostro de Amalia. Ella sintió el chorro de aliento caliente en su oreja, seguido de aquel juramento de Eduard: «No temas; nunca te dejaré sola.»
   Amanecía cuando la mano de Eduard se separó de la suya, cuando Amalia lo vio  alejarse muy despacio, caminando hacia atrás, sin dejar de mirarla. Sonreía, sacaba fuerzas para trasmitirle a ella un optimismo imposible. Amalia lo vio inspeccionar el avión de morro achatado del Mosca, con la gran ficha de dominó pintada sobre el timón de cola. La ficha del seis, la posición horaria en la que Amalia había mantenido el reloj de Eduard desde mediados de agosto de 1938.
Luis había estado al lado de Amalia, despidiendo a la escuadrilla compuesta con pilotos del batallón americano; pero Amalia no podía responder a las preguntas ni reaccionar a las llamadas de calma del que andado el tiempo sería su esposo. Sus lágrimas otra vez en el rostro al ver a Eduard hablando con el resto de la escuadrilla, al ver su cuerpo ascender desde el ala del avión a la cabina. Con la hélice cortando el aire a rodajas lo vio a través de la carlinga llevarse el reloj delante de los ojos y luego hacer el gesto de despegue inmediato. «Nunca te dejaré sola», repetía Amalia como si fuese una autómata, con la vista levantada, mientras el avión de Eduard zumbaba y se perdía en el cielo, rumbo hacia una muerte segura sobre las riveras del Ebro.

Rafael Trujillo Navas
 

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Published on e-Stories.org on 03/24/2013.

 
 

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