Juan Carlos González Martín

El gaseador

Estoy aburrido tumbado en el sofá, viajando sin destino por el ciberespacio de la telebasura.
Arto de putas y gilipollas, me pongo los pantalones y me dispongo a salir a la calle.
He decidido salir a tirarme pedos en las caras de los niños.
Tengo que escoger un sitio muy concurrido.
La puerta del sol o la plaza mayor. Creo que la plaza mayor está bien. Además, ahora que estamos en navidad, estará llena de puestos para idiotas y de gente tonta.
En esos estúpidos puestos, todos los años hay las mismas tonterías y todos los años las venden.
La gente quiere ser feliz y lo fuerzan gastando dinero.
Busco en la nevera algo con mucho gas.
Me quedan dos botes de cocacola que me bebo de golpe.
Me entran ganas de tirarme un pedo, pero me lo aguanto. Cuantos  más me deje dentro, más fuerte será el que salga.
Me voy de mi casa en dirección al metro. Por el camino me compro un par de botes más. Sigo aguantándome los pedos y el estómago me va a reventar.
En el metro estoy a punto de soltarlo. Miro a alrededor para ver si hay algún niño. En la esquina opuesta hay uno con su madre. Está de pie porque en ese momento no hay asiento libre en el vagón.
Pienso en ponerme a su lado para cagarme en su cara, pero rápido abandono la idea ya que en el vagón de metro, si el pedo huele demasiado mal, la gente se puede enzarzar contra mí.
Pienso que mejor espero a llegar a la plaza mayor, que allí habrá muchas más caras de niños.
Llego allí y el sitio está abarrotado. Gente con carritos de bebé y niños cogidos de la mano por todas partes.
Los mismos niños que gritan en el cine jodiéndote la película.
Los mismos niños que lloran en los restaurantes jodiéndote la cena.
Los mismos niños que salen en la tele haciendo el gilipollas y que se creen esa mierda de los reyes magos y el ratoncito Pérez.
Me dispongo a visualizar objetivos.
¿Y en que me baso para ello?
Me baso en las pintas de idiotas que tienen los padres.
Cuanto más pinta de idiota, más gordo es el pedo para la cara de su hijo.
Suelo elegir a niños de unos diez años, que son los que normalmente están más a la altura de mi culo.
Los carritos también son una posibilidad, pero me tengo que agachar un poco y a veces se puede dar cuenta alguien de la rara maniobra.
Busco durante un rato. Hay muchísima gente. Tanta como gas en mi cuerpo.
Me llama la atención una familia de una madre gorda, un padre enano tripón y el hijo también gordo.
Ese niño es un saco de mierda con dos barbillas y michelines en el cogote.
Lleva en la cabeza unos cuernos de diablo y en la boca una de esas cosas que, cuando soplas, pita a la vez que se estira.
Me acerco a ellos poco a poco, simulando que voy viendo cosas en los puestos.
Veo que ellos se paran en un puesto. La madre toquetea todo, descolocándolo.
El padre habla con el hijo mientras éste señala cosas sin parar.
El niño ya ha hecho su elección inquebrantable en ese puesto y el padre ahora interactúa con el dependiente.
Es mi oportunidad, ahora que los padres están distraídos.
Me acerco y me pongo en el mismo puesto que ellos, dándole la espalda al chaval. O, más bien, dándole el culo.
Me acerco todo lo que puedo a él. Cuando mi culo ya está casi pegado a su cara, descargo todo el cargamento de gas que tanto rato he aguantado.
Un olor nauseabundo a podredumbre sale disparado en dirección a la boca del niño.
Su expresión facial cambia de golpe y mira aturdido en mi dirección. Como si no supiera lo que está pasando.
El olor se empieza a propagar en mi derredor y en el del niño y sube para arriba.
Salgo de allí pitando y me pierdo entre la multitud.
Primer objetivo finalizado. Pero ahora tengo que recargar munición, así que salgo de la plaza para buscar alguna tienda. Compro en una de ellas un litro de cerveza de estos que te sirven en un vaso de plástico gigante.
Bebo la mitad de un trago. Ya estoy recargado y vuelvo a la plaza.
Según entro, a la derecha, veo un montón de niños y niñas que gritan y juguetean como imbéciles. Hay un bar justo al lado. Seguramente sus padres estarán dentro gastándose su ridículo sueldo en cerveza y tapas “típical spanish”.
Me bebo la otra mitad del litro, tiro el vaso y me voy hacia la jauría de niños. Esa camada de monstruos.
El gas de la cerveza ya hace su efecto. Me pongo en medio de todos los niños como haciéndome el despistado y, mientras ando entre ellos, me voy tirando pedos sin parar. Me viene el olor pero ahora no me voy ya que no veo padres cerca.
Sigo peyéndome y los niños poco a poco van dejando de jugar y gritar y parados me miran con cara de asco. Ando unos metros, me doy la vuelta hacia ellos y levanto la mano.
Les digo:
-          Adiós, que os aproveche –
Una de las niñas veo que se pone a llorar y va corriendo en dirección al bar, donde supongo que estará su papaíto.
Yo me largo de allí. Total, ya he pasado la tarde y he combatido al aburrimiento durante un rato.
Salgo de la plaza y me compro otro litro de cerveza en vaso gigante de plástico.
Bebo la mitad. Ahora me han entrado unas ganas de mear del demonio.
Me pongo detrás de unos contenedores y orino dentro del vaso de cerveza en el que queda aún la mitad de cerveza. Ya no me apetece beber más.
Ando hacia el metro con el vaso de cerveza orinada en la mano.
Poco antes de llegar a la estación de metro, en un portal hay un individuo con pelo largo despeinado y con barba. Está como encogido. Tiene una botella de cerveza casi vacía y un cigarro en la mano. Parece estar muy borracho. Balbucea.
Me acerco a él y le digo:
-          ¡He, Amigo! ¿Te apetece un poco de cerveza? –
Sin decir nada. Levanta la mano y coge el vaso. Sin pensarlo dos veces le da un buen trago.
Yo  me voy hacia la estación. Creo que hoy me he ganado el derecho a dormir bien.

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Published on e-Stories.org on 06/05/2011.

 
 

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