Rafael Feria Añez

SOFÍA

“Si observas al trasluz verás pasar el mundo rodando en una lágrima…”

Cuando Sofía abrió los ojos estaba sentada frente a una mujer de cientos de años. Sus cabellos cenizos estaban desordenados y de seguro le llegaban a la cintura; imaginó. Cada una de sus hebras parecían los hilos pegajosos de una invisible telaraña. Su nariz era fina, alargada, y la piel, cetrina y arrugada se le pegaba a los huesos con la fuerza de un guante a una mano. No había espacio para carnes, ni venas, ni músculos; solo piel acartonada y nada más. Las mejillas se le hundían buscando con tristeza lo que una vez llevaron detrás de ellas: blancos, esmaltados, relucientes y completos dientes. Los labios los tenía abrochados y metidos hacia adentro. Sus ojos negros ardían como dos brazas de carbón y sin embargo, cosa extraña, estaban cerrados. Aquella mirada no era para nada de este mundo, así la sintió. Se estremeció al observarla como le escarbaba cada rincón, cada espacio de su alma, cada diminuto resquicio de sus sentimientos y ansiedades. Aquello que veía le pareció una bruja como la de los cuentos de hadas. Solo le faltaba la escoba, el gato y el sombrero negro de alta y puntiaguda copa.
Sofía le sostuvo la mirada. En ningún momento sintió miedo de lo que tenía enfrente. Parecía como si la conociera de mucho tiempo y le sonrió. Un escrito pintado en la pared frente a Sofía, con grandes letras de un color rojo brillante sobre un fondo blanco, decía: “El Rincón Mágico de los Sueños y Revelaciones. Dos gratis”. Sofía encaró los ojos y se enfrentó una vez más con aquella mirada que seguía implacable hundiéndose dentro de su ser y le dijo en medio de una gran calma.
—He soñado que estoy muerta ¿Qué significa eso? —. Y lo que habló no fue una voz, fue algo más desmesurado que cualquier sonido que pudiera haber oído alguna vez. Fue algo estremecedor. Sofía nunca había escuchado estrépito semejante. Y sintió el silencio. Lo sintió porque en realidad no lo oyó. Fue un silencio grave, conmovedor el que la invadió de arriba abajo haciéndola que prestara una atención terrible a lo que le llegó a sus sentidos.
—Según el libro mágico de los sueños, soñar con estar muerto significa un pronto alivio a tus preocupaciones, si estás enferma una rápida curación de tus malestares y si el encuentro con la muerte persiste puede predecir que en un futuro habrá un nacimiento ¿Algo más? Te queda otra suerte sin que tengas que pagar. —Sofía no quiso desaprovechar la oportunidad que le brindaban y continuó.
—También he soñado que hablo con un muerto.
—Simboliza que pronto escucharás buenas noticias. Ahora, si quieres escuchar la verdad tienes que pagar. Solo concedo dos suertes de balde. En este mundo las verdades hay que pagarlas. Solo las mentiras son gratis.
— ¿Quiere decir que todo lo anterior no es verdad?
— ¿Qué crees? ¿Acaso me imaginas una mentirosa? No estoy diciendo que lo dicho sean verdades o mentiras. Bien te aclaré que esas eran las respuestas según lo que decía el libro mágico de los sueños, no lo que yo sé quien soy la que sabe. Mis revelaciones pagas son siempre verdades nunca mentiras, eso es lo que puedo garantizarte. Sobre lo demás no me hago responsable. —Siguió hablando el silencio y esta vez lo había hecho de tal forma que Sofía tuvo que taparse los oídos.
— ¿Y cuánto cuesta la verdad? —se atrevió a preguntarle Sofía. Y aquel dramático ruido tomó un aliento de profundas palabras y con un sigilo sin nombre se las enterró en los oídos del alma.
—Tu vida. —Y las palabras se quedaron enredadas en la cabeza de Sofía—. Me la tienes que entregar a cambio de conocer la verdad de tu existencia. —Siguió diciendo la anciana—. Cuando termine de revelarte el significado verdadero de tus sueños, si es que aceptas, deberás venir conmigo. Ese es el precio que tienes que pagar. Es lo que cobro por decir la verdad. —Sofía oyó aquellas mudas palabras sin que una sola intranquilidad le perturbara el ánimo y le respondió inquisidora:
— ¿No te parece elevado el precio que tengo que pagar por lo que me ofreces? No creo que valga tanto el querer saber lo que quieren decir unos simples sueños.
—Si lo crees así ¿A qué viniste entonces? ¿A oír lo que te dije al principio sobre el pronto alivio de tus preocupaciones y la cura a tus enfermedades o que habrá un nacimiento? Si eso es lo que querías escuchar ya estás complacida y no te costó ni un solo centavo el saberlo. Puedes irte en paz.
Sofía se revolvió intranquila sobre sí misma. Lo que oyó la hizo reflexionar. No quería en ninguna forma entregar su preciada vida por saber el significado de estos sueños, pero por el otro lado un deseo incontenible e irrefrenable la embargaba. Por algo había llegado hasta allí y no quería regresar con sus pensamientos vacíos. No era tan solo una cándida curiosidad lo que sentía, sino algo más fuerte que ella misma. Era el gusano entrometido que corroe y a la vez enriquece la vida de los que lo experimentan: la osada pretensión de saber la verdad sobre la vida misma. Entonces respiró profundo y mirando con determinación a aquel turbador oráculo le dijo sin conmoción ni temor:
— ¿Y tengo que firmar un contrato como acostumbra pedirlo el diablo cuando ofrece deseos a los mortales a cambio de sus almas?
— ¿Me ves acaso aspecto de demonio? Ni soy el Mefistófeles del doctor Fausto ni te ofrezco sabiduría, amor o juventud alguna, solo la verdad. Además no te he pedido tu alma a cambio, solo la vida y eso es algo que todos los que viven tarde o temprano tienen que entregar ya bien sea con verdades o con mentiras. Yo por lo contrario no te ofrezco lo último, te ofrezco lo que viniste a saber. La verdad, no solo la de tus sueños, sino la verdad sobre tu vida. —Y Sofía siguió inquiriendo:
— ¿Y cómo sabré que son verdades? Cada uno se cree poseedor de ellas. Infalibles son sus juicios y opiniones. A los tuyos, ¿cómo reconoceré que llevan la marca de la certeza? —Y un gemido más escalofriante que los terribles silencios que había escuchado antes le cayó a Sofía de golpe sobre su ahora conturbado espíritu.
—Lo sabrás porque solo si son verdades vendrás conmigo. Solo así cruzarás el río de la muerte. Si son mentiras te quedarás del otro lado de la orilla donde crees que estás ahora. Te lo prometo.
— ¿Y si me arrepiento y no quiero seguir oyendo, me puedo quedar también?
—También. Las verdades nunca deben ser a medias. Es lo más pavoroso que les puede pasar tanto al que las dice como al que las escucha. Si no deseas seguir nada más tienes que manifestarlo y no continuamos. —Sofía no pudo seguir pensando. Una avidez irreprimible por saber lo que había sido, lo que era y lo que sería fue brutalmente más fuerte que todo el miedo que pudiera experimentar ante el final que podría sobrevenirle. Además, y esto la calmó un poco, no iba a ser tan ingenua como para llegar al extremo de sus averiguaciones, le habían asegurado que podía detenerse cuando quisiera y eso era sin lugar a dudas lo que haría.
—Comienza. Quiero saber primero sobre mi nacimiento y mi niñez, mi juventud. No sé nada de ellas. No recuerdo nada.
—Como quieras, pero no olvides el pacto. Todo lo que desees saber lo verás desfilar ante ti. Yo no diré nada. Tú misma llegarás a conocer las respuestas. Las verdades no tienen necesidad de decirse. Simplemente son y nada más.
Y como un relámpago Sofía vio su vida entera desfilar ante los ojos de su conciencia. Un destello de sucesos aterradores le iluminaron el alma, su ánimo y su corazón. Y entonces comprendió el porqué había llegado hasta allí, el porqué no recordaba nada. No sabía ni tan siquiera quien era. Ella misma había borrado de un golpe toda memoria de su existencia, toda señal que la ataba al pasado, todo el dolor que llevaba prendido a su historia desde antes de nacer. Ella misma había decidido dejar de ser. Ella misma y solo ella fue lo suficientemente valiente como para arrancarse los recuerdos que pudiera tener de lo que fue ¿Y cómo iba a querer recordar lo que estaba viendo? ¿Cómo pudo tener fuerzas para soportar lo que sintió a medida que transcurrieron los años desde el momento en que fue concebida? ¿Cómo todavía podía seguirse llamando un ser humano?
Y se vio. Su madre la subió al lomo de la miseria desde que apenas tuvo unos meses. La llevaba a cuestas por calles y calles pidiendo para las dos. De su padre nunca supo. Desde que nació había sido una niña más de los tantos niños y niñas, reyes y reinas, señores y señoras de la calle. La lluvia la bañaba, el sol la secaba, la tierra le empolvaba el cuerpo y la cara, la luna la acariciaba, las estrellas le hacían rizos en el pelo, la hierba la perfumaba y la fiebre le coloreaba los labios y las mejillas cuando agitándose por la tos se refugiaba en portales y zaguanes. Sus curiosos ojos vieron muchas fiestas y cumpleaños a través de vidrios y ventanas cuando a ellos se acercaba a pedir de los restos del bizcocho incendiado con relucientes velitas. Y en ellos escuchó sinnúmeros de El regalo mejor y cientos de Cumpleaños Feliz, pero nunca oyó ni uno solo para ella.
En ellos, la música y el canto de los payasos y los niños los oía desde lejos. Solo miraba. Solo esperaba. Nunca jugó. Nunca explotó ni globos ni vejigas. Nunca rompió los coloreados papeles de regalos. Nunca abrió ninguno. Nunca le dieron ninguno. Nunca supo que día nació, y el nombre que llevaba se lo había puesto sin querer una engalanada señora cuando ella se acercó a su carro para mendigarle una más de las limosnas que rogaba a diario. “Te pareces a mi nieta Sofía”, le había dicho la señora cuando le puso una moneda entre sus suplicantes manos. “Que Dios te bendiga hija mía”, dijo al alejarse, y allí mismo Ramonita se hizo Sofía. A Ramonita le gustaba como sonaba aquel nuevo nombre cada una de las veces que lo repetía. Desde aquel momento fue Sofía y nada más.
Antes de los quince, Sofía dejó de ser una niña de la calle y se convirtió en una mujer cualquiera entre las tantas de esas mismas calles. El niño nació muerto y le fue a hacer compañía a su madre que hacía tiempo la había dejado una noche cuando voló a los cielos y se quedó sola sin nadie que la acompañara a seguir pidiendo un pedazo de pan por amor y por esos caminos de Dios.
Sofía siguió creciendo. Sofía siguió pidiendo, siguió llorando. Sofía siguió muriendo en cada amanecer, en cada día, en cada tarde. En cada noche Sofía se fue haciendo más de nada y mucho de poco. En cada año la vida se le partía en un millón de pedazos y en un millón de recuerdos por los regalos de Reyes que nunca tuvo, por cariños que siempre faltaron, por los dolores y soledades que eternamente sobraron, por las mentiras que los cielos le prometían a los miserables bienaventurados como ella.
Y una mañana bien temprano, sin que nadie lo supiera, sin que a nadie le importara, a Sofía se le fue la memoria, se le perdieron los recuerdos y se le extraviaron de repente los años que pasaron por su vida. Y se hizo como la brisa, invisible para las lágrimas y el dolor. Sus descalzos y curtidos pies caminaron y caminaron dejando atrás para siempre el abandono, el miedo y la soledad. Queriéndolo Sofía se hizo una sombra más confundida con los millones de espectros que se arrastran por los interminables caminos de la inhumana indigencia.
Cuando llegó a sentirse sombra Sofía no quiso seguir viendo lo que seguía y alzando la voz le gritó al silencio que la contemplaba.
— ¡No quiero seguir mirando! Duele demasiado el saber la verdad. Hasta aquí llego. No me interesa averiguar lo que falta.
—Pero si no te falta nada Sofía, ya lo sabes todo. —Y el silencio se hizo humano como humanos somos a veces, y acariciando con ternura aquellas desgreñadas hebras de cabellos cenizos que cual hilos pegajosos de una invisible telaraña le llegaban casi a la cintura, le cerró los ojos a aquella mujer de cientos de años, de nariz fina y alargada, de piel cetrina y arrugada que se le pegaba a los huesos con la fuerza de un guante a una mano. Las mejillas de Sofía estaban hundidas buscando con tristeza a los dientes que una vez llevaron detrás de ellas: blancos, esmaltados, relucientes, completos.
A Sofía la encontraron muerta como a su madre, debajo de un árbol una noche en que con amor la lluvia la bañaba. Una noche en que la tierra le empolvaba el cuerpo y la cara, la luna la acariciaba, las estrellas le hacían rizos en el pelo y la hierba la perfumaba. Los que la encontraron, reconocieron a la vieja Sofía la loca, como todo el mundo le decía a aquella mujer que calle arriba y calle abajo arrastraba su locura y su alargado y enflaquecido cuerpo con unas hundidas mejillas, una apretada boca sin un solo diente, con su nariz fina y alargada y de piel cetrina y arrugada.
La encontraron con una sonrisa en los labios y un papel apretujado entre los dedos: “Rincón Mágico de los Sueños y Revelaciones. 2 Gratis”, el domicilio se tornaba ilegible .

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Published on e-Stories.org on 08/11/2008.

 
 

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