Gonzalo Gala Guzmán

El ocaso de los generales.

        En el amplio salón de la casona daría innumerables paseos la enjuta figura de Gregorio de Alcázar, el duque de Olma; mañana se jugaba el todo por el todo a un sólo envite y aquella noche le habían dejado a solas con sus pensamientos. Qué lejanos tiempos los de su primer uniforme como cadete, con sólo quince años en el 2º Regimiento de Guardias Reales, y luego su meteórica carrera con la posesión de un ducado, como colofón, por salvar un trono tambaleante. E incluso el Toisón de Oro, la envidia de muchos, brillaba sobre su pecho en atención a sus servicios que había prestado a la Corona. Después de todo, se había metido en el lodazal de la batalla en demasiadas ocasiones y bien visto, parecía haberse especializado en mantener tronos, o si mañana salía todo bien, en reponerlos para nuevos propietarios. Sin embargo, estaba inquietó mientras miraba descuidadamente su reloj. Más de medianoche.

        Parado en el balcón, a través de la negrura de la noche, adivinó su objetivo. Trincheras, baterías, miles de soldados descansando sin lograrlo y otros muchos, como él, pensando cómo hacer frente al día de mañana. Mañana. Habría muchas bajas, lo sabía. Había perdido la sorpresa, aunque aún le quedasen el empeño y la intuición. Mañana podría acabar la guerra. El duque había apostado sus tropas en la defensa de la capital, en donde se hacía fuerte don Luis, el príncipe advenedizo; frente a ellos, a lo largo de un valle que rodeaba la comarca, se concentraba el bando del rey legítimo, dispuesto a poner punto final a un asedio de dos meses, lanzando un golpe demoledor, para cortarles la salida natural del valle y arrojarlos sobre la ribera de un río cercano, sin artillería ni caballería suficiente, quedando copados sin más alternativas que la rendición.

        La estela rojiza del alba rozó el horizonte, cuando Gregorio de Alcázar ya llevaba un rato organizando en su cabeza lo que sería la batalla. Se había ajustado con energía el fajín de general sobre la larga levita de campaña que siempre llevaba encima. Sin embargo, un incidente irritó su genio mal descansado. Un humo espeso y recto subía por encima de los tejados enfrente de su alojamiento. Varias casas de las muchas abandonadas por sus habitantes, ardían ante su vista, pero no siendo posible distraer efectivos para sofocarlo, el fuego alcanzó grandes proporciones. El bombardeo de la artillería había comenzado, con cincuenta piezas sobre sus posiciones. Con anteojos, pronto pudo comprobar cómo saltaban maderos de las fortificaciones, cuerpos despedazados, armas e impedimenta, a pesar de estar dispuesto a soportar estoicamente aquel diluvio de metralla.

        Él, sin embargo, no pensó permanecer quieto mucho tiempo. El duque dio la señal de avance y varios batallones se pusieron en movimiento en una amplia maniobra, mientras el vivísimo fuego se acrecentó desde las trincheras. Entonces, el cielo rompió a llover con gran fuerza, y el terreno, muy arcilloso, se pegó a las alpargatas de los soldados, frenándoles en seco. A la vez, el viento lanzaba el humo de los incendios, sobre las tropas, enmascarando las trincheras y confundiendo el tiro de las baterías. Sin embargo, el encontronazo fue breve. Las tropas reales se abalanzaron sobre las filas del duque de Olma, descompuestas y desordenadas. Por un instante, titubearon ante los parapetos y cientos de boinas rojas se lanzaron ladera abajo sesgando el aire con sus afiladas bayoneta y sus gritos a degüello.

        El frente de Gregorio de Alcázar saltó por los aires, casi al mismo tiempo que fracasaba otro ataque dirigido a cercar las fuerzas hostiles, detenido primero y arrollado después por un contragolpe a la bayoneta. Junto a la gran batería, ahora silenciosa, el duque se revolvía inquieto; todo iba desmoronándose a su alrededor. Cegados  por la lluvia y clavados al terreno, los soldados titubearon una vez más. Las líneas de boinas rojas, saltando a la carrera sobre sus trincheras con las bayonetas caladas al vientre, deshicieron en segundos toda la defensa. Mientras atrás, los fusiles cubrían de pequeñas nubecillas blancas los pequeños nidos de artillería, aún activos.

        El frente cayó por completo, con cientos de gorros azules que alcanzaron en tropel la carretera, dispuestos en retirada. Gregorio de Alcázar permaneció unos instantes sin moverse, cayendo sus hombres a izquierda y derecha, mientras se adueñaba de su rostro una rígida frustración. La humareda de disparos seguía siendo constante a pesar de la visibilidad casi nula gracias a la lluvia que caía, lo que evitó que él fuese alcanzado allí mismo como también le alentó a descender con la reserva. Pero poco podía hacerse. Las boinas rojas saltaron, atropellándoles y haciéndoles retroceder en confusión. A su alrededor, se veía una alfombra de sombrerillos azules y muchos de sus hombres dispuestos en retirada. El duque, sin embargo, persistió. Cogió impulso, cruzó su pierna para descansarla sobre el estribo y el sable desenvainado en la diestra para avanzar pendiente arriba, junto a algunos que se pusieron a su lado espontáneamente.

        La fusilería no vaciló un instante, asomándose  una humareda blanquecina, sobre todo cuando una bala le alcanzó el pecho, haciéndole caer sobre la espalda del caballo y luego en tierra. Todavía tuvo fuerzas para articular con una voz apagada: "La artillería, salvad la artillería", antes de desvanecerse en el suelo. Algunos de sus oficiales le dejaron a cubierto dos o tres bancales abajo, donde le desabrocharon el levitón, cayendo un cuajarón de sangre contenida. Tras la muerte de Gregorio Alcázar, el duque de Olma, la resistencia fue poco significativa y las líneas de soldados azules se rindieron con prontitud. El tiempo transcurrió, en efecto, con una sensación triunfalista que les hizo sentirse satisfecho por lo conseguido, pero ansiaban un escarmiento como si la sangre derramada aún no fuese suficiente. Se dispuso un consejo de guerra y de éste, una ejecución a través de un sorteo, por grados, quedando sentenciado un capitán y diez soldados. Un pequeño prado justo enfrente de los balcones principales de la casona quedó como patíbulo y una fila de uniformes rojos se alineó frente a los condenados. Era cerca de las cinco. Algunos se negaban a que se les vendasen los ojos, mientras corrían lágrimas por los rostros de los soldados bisoños. El capitán tembló ligeramente cuando los presentes instintivamente se encogieron al levantar el oficial el sable. Una nubecilla blanquecina se dispersó de los fusiles y los once cuerpos cayeron, en medio del ensordecedor retumbo de la descarga. El ocaso de los generales, como llamaron las crónicas a esa jornada, no puso fin a la guerra, pero las tropas fieles al Rey habían pasado de su hora más alta a un oscuro silencio.

 

 

 

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Published on e-Stories.org on 04/08/2008.

 
 

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